El hombre que duerme a mi lado
La escritura de Santiago Loza nace en los labios. Como si cada uno de sus personajes fuera antes que nada una voz. Una voz tejiendo un cuerpo que se dice para existir.
Sus textos nos convierten en oyentes. Nos ubican detrás de la puerta, o en la mesa de al lado del bar, o junto a la sombrilla en
la playa, como testigos de un relato inesperado y cautivante.
La mirada siempre atenta de Loza no se ocupa nunca de juzgar. En sus textos el punto de vista deviene punto de escucha, compartiendo con precisión y afecto todos los mundos que se van revelando en la elección precisa de cada palabra.
Los cuerpos se dejan hablar hasta el exceso, abismándose más allá de lo previsto. Y nosotros ya no podemos dejar de escuchar -dejar de leer- y de seguir siendo testigos encantados por el lenguaje de cómo va creciendo la sombra de lo familiar y sus misterios según pasan las páginas.
La extraordinaria El hombre que duerme a mi lado es un poderoso ejemplo de cómo la escritura puede tocar como una voz y, como un susurro, erizar la piel.