Los pasajes comunes
Las torres están pegadas las unas a las otras, pero sus habitantes parecen vivir a kilómetros de distancia entre ellos. Las vecinas lo observan todo desde los pisos superiores, los perros y los niños juegan en un parche de tierra polvoriento, los policías exponen su soberbia
y su impunidad, las ratas corren por los pasillos y los adolescentes esnifan pegamento y solo piensan en escapar de allí: entre apagones, incendios, delaciones, la desidia del Estado, la violencia, la ira, el maltrato y los silencios, algunos, a veces, lo consiguen. Pero la huida solo pospone el regreso, y la sombra de las torres —descubren los personajes de esta novela— es más alargada de lo que parece.
Gonzalo Baz vuelve sobre el pasado en procura de dar con el origen de las ruinas que llamamos «el presente», y lo hace con una lucidez y una calidad poco habituales en una primera novela.
Los pasajes comunes es el aura epiléptica que, como en la percepción de uno de sus personajes, destaca los contornos de las cosas al tiempo que pone de manifiesto una enfermedad tal vez incurable.